jueves, 9 de octubre de 2008

Entrega 5

 

Más tarde, me encontraba camino a casa. Manejando mi auto, feliz, y encerrado en mi propio mundo. Escuchando música a todo volumen en un descapotable que mi padre me había regalado cuando ingresé a la universidad. Mi auto era tan parte de mí como lo era mi cabeza. Lo cuidaba de forma extrema.

Manejé hasta casa y al llegar guardé el auto en la cochera de mi casa. Una edificación arquitectónica muy bien diseñada. Dos plantas que hacían de mi hogar un lujo. Al dejar el auto entre en casa y me dirigí hacia la cocina. Me moría de hambre después del agitado entrenamiento. Ni bien entré ya me querían sacar de esa habitación y la responsable de ese hecho era la jefa de cocina. Una señora, morena y gruesa, cubana que hace años trabajaba con mi madre y cocinó para mi abuela. Pasó por la niñez de mi madre así que de ahí saquen un cálculo de la edad que tenía esa imponente señora. Me alimentó cuando era niño y vivía en armonía con mis padres. Y quedó acompañando a mi madre en su labor culinaria cuando mis padres se separaron.

Así es, soy hijo de padres separados. Mi familia tuvo algunos años de total felicidad. No siempre fue todo malo. Pero lo que unía a mis padres eran sus éxitos laborales y económicos. Pero cuando eso se volvió monótono las cosas entre ellos empezaron a enfriarse y el distanciamiento comenzó a aparecer.

Mi padre es un exitoso abogado reconocido por la sociedad en donde vivo. Por lo que muchos, incluyendo a mi padre, soñaban con un bufé de abogados llamado “Cassani e Hijos”. Imaginarán, que esos mismos, no entendían como puedo estar cursando la carrera de Publicidad. Mi madre, por su parte, es arquitecta de profesión y ahora trabaja como consultora en un ente gubernamental. Es una mujer independiente y que ha sabido criarme. O al menos confió mi educación en Horacio, un mayordomo que heredó de mi padre cuando se separaron. Un tipo que materializaba la imagen de aquellos clásicos mayordomos ingleses. En fin, como verán, un conjunto de gente que cumplieron la labor que debieron realizar mis padres; y que por su trabajo o su separación no cumplieron cumplir a cabalidad.

Lo que es yo, me gustaba ese tipo de vida, pues siempre me crié independientemente. Me dejaron hacer casi todo lo que me gustaba. El orden y los límites los imponía Horacio.

Un palmazo en la mano me hizo sacarla del plato donde un bollitos de cordero se mostraban tan deliciosos. Me lo había suministrado Teresa, la jefa de cocina, tan implacable como siempre, no le gustaba que nadie probara su comida antes de terminar de preparar. Saqué mi mano inmediatamente y con una sonrisa intenté convencerla:

-         “Ya sabes que no me gusta eso muchacho”, Me dijo enérgicamente pero sin perder la calidez que la caracterizaba.

-         “Vamos Teresita, sólo una y me voy, ¿sí?, agregué mientras estiraba nuevamente la mano hacia el plato.

Pero si antes había recibido un palmazo, ahora, me tocó recibir en la mano un golpe con la cuchara de palo que, Teresa, utilizaba para cocinar en sus grandes ollas. Eso me dolió más. Me acerqué para abrazarla y darle un beso, pero mientras lo hacía con una mano le robé el bollito que tanto me había provocado. De seguro, ella, se dio cuenta, pero siempre me dejaba ganar al final en este tipo de enfrentamientos culinarios.

Salí de la cocina y me fui a mi dormitorio. Encendía la televisión con el control remoto cuando tocaron mi ventana. Mi habitación quedaba en el primer. Diferente al resto de habitaciones de la casa. Lo había pedido así porque era más fácil para mí que me visiten en mi cuarto de esa manera que si hubiesen tenido que escalar las dos plantas de mi casa. En ese momento mis visitantes no eran otras que Myriam y Jenny. Les hice una seña para que ingresen en mi cuarto. Me senté en la silla que tenía en el escritorio de la computadora. Ellas se sentaron al frente sobre mi cama prolijamente tendida. Hay que decir que mi cuarto me lo arreglaban las personas de limpieza y no lo hacía yo. Aunque el vivir en un entorno ordenado había hecho de mí un chico, al menos, no desordenado.

-         “Ahora sí. Cuéntenme cómo les fue con la tarántula”, indagué.

-         “Re-bien”, me dijeron.

-         “Quiero detalles, no los omitan. De los detalles depende muchas veces el éxito de los más grandes proyectos”.

Que puedo decir. Me contaron todo tal como había  sucedido.

Al salir yo del aula de clases y luego de que saliese el resto de alumnos se acercaron donde la profesora. Le preguntaron cómo es que siempre podía salirme con la mía. Ella les respondió que yo pensaba que era así pero que en realidad al final el único que iba a verse en problemas era él.

-         “¿Por qué lo dice profesora?”, siguieron indagando mis chicas.

-         “Muy sencillo. Jhon Cassani está acostumbrado a que todo el mundo lo sirva. Algunos malos profesores le regalan la nota, pero yo no lo haré. Tendrá que remar muy duro para pasar muy curso. Jhon Cassani se ha topado con un muro conmigo”, indicó decidida y enérgicamente.

-         “¡Qué bueno profesora!, no sabe como nos alegra escuchar que alguien le pone el pare a Cassani profesora”, agregó mostrándose entusiasmada Jenny.

Me explicaron luego que en seguida salieron porque parecía que los colmillos empezaban a aparecérsele en la sonrisa a la tarántula. Conversar con ella le hacía, al común denominador de las personas, erizar la piel. En mi no causaba ese efecto sino al contrario yo debía enfrentarla si es que quería pasar su curso. Pero debía hacerlo de una manera inteligente. En base a la información que me habían dado mis espías encubiertas tenía que elaborar un plan. La pregunta era ahora: ¿Cómo pensaba cobrarme, la tarántula, la buena nota en su curso? Porque si de seguro hay algo que me había quedado claro de lo que había dicho a Myriam y Jenny era que pensaba obtener un beneficio por pasarme. Pero, ¿qué necesitaría la tarántula de mí?

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